Evangelio de hoy – Jueves, 13 de febrero de 2025 – Marcos 7,24-30 – Biblia Católica

Primera Lectura (Génesis 2,18-25).

Lectura del Libro del Génesis.

El Señor Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo. Le daré una ayuda como él”. Entonces el Señor Dios formó de la tierra todos los animales salvajes y todas las aves del cielo, y los trajo a Adán para ver cómo los llamaría; cada ser viviente tendría el nombre que Adán le dio. Y Adán puso nombres a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo y a todos los animales salvajes, pero Adán no encontró ayuda como él. Entonces el Señor Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán. Cuando tomó una de sus costillas y cerró el lugar con carne. Luego, de la costilla tomada de Adán, el Señor Dios formó a la mujer y la llevó a Adán. Y Adán exclamó: “¡Esta vez sí, es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará mujer, porque del hombre fue tomada”. Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Ahora estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Marcos 7,24-30).

Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Marcos.

— Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo Jesús salió de allí y se dirigió a la región de Tiro y Sidonia. Entró a una casa y no quería que nadie supiera dónde estaba. Pero no podía permanecer escondido. Una mujer que tenía una hija con un espíritu inmundo oyó hablar de Jesús. Se acercó a él y cayó a sus pies. La mujer era pagana, nacida en Fenicia en Siria. Ella le rogó a Jesús que echara fuera el demonio de su hija. Jesús dijo: “Primero dejen que los hijos se sacien, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos”. La mujer respondió: “Eso es verdad, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Entonces Jesús dijo: “Por lo que acabas de decir, puedes volver a casa. El diablo ya ha dejado a tu hija”. Regresó a casa y encontró a su hija acostada en la cama, pues el demonio ya la había abandonado.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Mis hermanos y hermanas,
Comencemos nuestra reflexión con una imagen que a todos nos resulta familiar: un abrazo. Piense en cómo un abrazo puede transmitir consuelo, aceptación y amor. Es en la calidez de este simple gesto donde a menudo encontramos la fuerza para afrontar los desafíos de la vida. Y hoy, las lecturas que acabamos de escuchar nos llevan a reflexionar sobre algo profundamente arraigado en nuestra experiencia humana: el amor, la comunión y la búsqueda de aceptación y pertenencia.

En la Primera Lectura, del libro del Génesis, somos llevados al principio de todo, al jardín del Edén, donde Dios, al crear al hombre, se da cuenta de que está solo. “No es bueno que el hombre esté solo. Te daré un asistente similar a él”. Estas divinas palabras resuenan en nuestro corazón hasta el día de hoy, ya que todos, en algún momento, experimentamos el deseo de tener a alguien a nuestro lado, alguien que nos comprenda y complemente.

Dios entonces forma todos los animales y se los lleva a Adán, pero ninguno de ellos es suficiente para llenar el vacío de su soledad. Y aquí encontramos algo fascinante: el hombre sólo reconoce su verdadera necesidad cuando se da cuenta de que nada en el mundo creado puede reemplazarla. Es en este momento que Dios hace algo extraordinario. Hace caer a Adán en un sueño profundo, toma una de sus costillas y de ella crea a la mujer. Cuando Adán despierta, su alegría es evidente: “¡Esta vez sí, es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”

Este momento es mucho más que la creación de Eva; es la creación de la comunión. Dios no sólo suplió la necesidad de Adán, sino que le reveló el valor de la relación, la complementariedad y la unión. La mujer, extraída de su costilla, simboliza que está a su lado, ni arriba ni abajo. Ella es igual en dignidad, pero diferente, como un reflejo divino de la armonía en las diferencias. Este pasaje nos enseña que Dios nos creó para vivir en relación, no en aislamiento.

Ahora, hermanos y hermanas míos, hagamos la transición al Evangelio de Marcos. Aquí encontramos una historia muy diferente, pero que también habla de comunión y del poder transformador de la fe. Jesús está en Tiro, tierra de gentiles, fuera de los límites de Israel. Entra en una casa, quizás buscando descanso y anonimato, pero su presencia no pasa desapercibida. Una mujer sirofenicia, extranjera y marginada, se acerca a Él con una petición desesperada: su hija está poseída por un espíritu inmundo y cree que Jesús puede curarla.

El diálogo entre ambos resulta, a primera vista, desconcertante. Jesús dice: “Primero dejen que los hijos se sacien, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perrillos”. Esta respuesta parece dura, pero no deberíamos verla como un insulto. En cambio, Jesús usa esta imagen para reflejar la visión común de la época: los gentiles no eran considerados parte del pacto de Israel. Sin embargo, la mujer no se ofende. Ella, con humildad e inteligencia, responde: “Es verdad, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, se comen las migajas que tiran los niños”.

¡Qué respuesta tan impresionante! Ella no argumenta en contra de la prioridad de Israel en la historia de la salvación, pero demuestra su fe aceptando incluso las “migajas” de la gracia divina. Y eso es exactamente lo que Jesús quiere escuchar. Él ve la profundidad de su fe e inmediatamente le concede lo que pide. Tu hija está curada.

Este pasaje es poderoso porque nos enseña muchas lecciones. Primero, nos muestra que la gracia de Dios no está limitada por fronteras culturales, étnicas o religiosas. El amor de Dios es universal y está disponible para todos los que lo buscan con fe. En segundo lugar, nos desafía a reflexionar sobre nuestra propia humildad. ¿Cuántas veces en nuestra vida exigimos a Dios lo que creemos merecer, en lugar de acercarnos con un corazón humilde, aceptando hasta las migajas de su gracia?

Ahora, conectemos estas dos lecturas y traigámoslas a nuestras vidas hoy. ¿Qué tienen en común? Ambos hablan de un Dios que ve nuestras necesidades y las satisface de maneras sorprendentes. En Génesis, Dios crea la comunión entre el hombre y la mujer, mostrando que fuimos hechos para vivir en relación. En el Evangelio, Jesús rompe barreras culturales y religiosas, respondiendo a la fe de una mujer extranjera y demostrando que la verdadera comunión no conoce límites.

Pensemos por un momento en nuestras propias vidas. ¿Cuántas veces nos hemos sentido solos, como Adán en el huerto, o desesperados, como la mujer sirofenicia? En momentos como estos, podemos preguntarnos: “¿Realmente Dios se preocupa por mí?” La respuesta está en estas lecturas: sí, a Dios le importa. Él conoce nuestras necesidades antes de que las expresemos y siempre está dispuesto a recibirnos, ya sea en el jardín del Edén o en un hogar extranjero en Tiro.

Pero aquí está el desafío: ¿Cómo estamos respondiendo al amor y la gracia de Dios? En nuestra sociedad actual, muchas veces priorizamos el individualismo, olvidando que fuimos creados para la comunión. ¿Estamos cultivando relaciones significativas? ¿Nos estamos abriendo a acoger a los demás, incluso a los que son diferentes a nosotros, como Jesús acogió a la mujer sirofenicia?

Imaginemos por un momento una gran mesa de banquete. Desde el punto de vista humano, muchas veces dividimos la mesa, reservando los mejores asientos para aquellos que consideramos más importantes. Pero desde el punto de vista de Dios, no hay divisiones. Cada uno tiene un lugar. Todos están invitados. Y todos reciben no sólo migajas, sino la plenitud del pan de vida.

Mis hermanas y mis hermanos, Dios nos invita hoy a reflexionar sobre nuestra propia apertura a la comunión. ¿Estamos viviendo en nuestras familias la armonía y el respeto que Dios deseó cuando creó al hombre y a la mujer? En nuestras comunidades, ¿estamos dispuestos a cruzar barreras culturales, sociales o religiosas para acoger a quienes buscan a Dios con un corazón sincero?

Los invito a pensar en sus vidas como un puente. Un puente conecta orillas separadas, lo que permite a las personas cruzar con seguridad. Asimismo, estamos llamados a ser puentes entre Dios y los demás, entre las diferentes culturas, entre los que tienen y los que no tienen nada.

Cerrando nuestra reflexión, recordemos que Dios no sólo nos invita a la comunión, sino que también nos equipa con su gracia para vivirla plenamente. Cuando sentimos que no podemos perdonar, acoger o amar, podemos confiar en que Su fuerza se manifestará en nuestra debilidad. Y como la mujer sirofenicia, debemos perseverar en la fe, incluso cuando las respuestas parezcan lentas o difíciles.

Que hoy salgamos de aquí con el corazón renovado, listos para vivir la comunión que Dios soñó para nosotros desde el Edén. Que seamos luz para los que están en tinieblas y pan para los que tienen hambre, confiando siempre que, en la mesa de Dios, hay lugar para todos. Amén.