Primera lectura (Levítico 19,1-2.11-18)
Lectura del libro de Levítico.
El Señor le dijo a Moisés: «Haz esto con toda la comunidad de los hijos de Israel y diles: Lugares santos, porque yo, Señor, vuestro Dios, soy santo. No robéis, no digáis mentiras ni engañéis a los demás. No juzguéis falsamente en mi nombre, profanando el nombre del Señor, vuestro Dios. Yo soy el Señor. No injuriéis a vuestro prójimo ni practiquéis extorsión contra él. No os quedéis cerca del día del asaltante hasta el día siguiente. No maldigáis al diablo ni os enorgullezcáis del ciego, sino temed a vuestro Dios. Yo soy el Señor. No toleres la injusticia en el ejercicio de la justicia; no favorezcas al pobre ni al poderoso. Trata a tu prójimo según la justicia. No seas calumniador entre tus pobres. No conspires, calumniando, contra la vida de tu prójimo. Yo soy el Señor. No guardes odio contra tu corazón. Reprende a tu prójimo, para que no vuelvas culpable de pecado por su causa. No busques venganza, no guardes rencor hacia tus compatriotas. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. “Yo soy el Señor.”
– Palabra del Señor.
– Gracias a Dios.
Evangelio (Mateo 25,31-46)
Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Mateo.
— Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, acompañado de todos los ángeles, entonces se sentará en su trono glorioso. Todos los pueblos de la tierra serán reunidos delante de él, y los separará unos de otros, como separa el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: ‘¡Venid, benditos de mi Padre! Recibid. como herencia el Reino que mi Padre os preparó desde la creación del mundo! Porque tuve hambre y vosotros me disteis de comer y me disteis de beber; ¿Cuándo te vimos como un extraño y te recibimos en nuestra casa sin ropa y te vestimos? Entonces el Rey les responderá: ‘¡En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis!’ Entonces el rey dirá a los que están a su izquierda: ‘¡Apartaos de mí, malditos’, Señor, cuando! ¿Venimos hambrientos o sedientos, como forasteros, o desnudos, o enfermos, o en prisión, y no te servimos? Entonces el Rey les responderá: ‘¡En verdad os digo que cuantas veces no lo hicisteis a uno de estos pequeños, a mí lo hicisteis!’ Por tanto, éstos irán al castigo eterno, mientras que los justos irán a la vida eterna”.
— Palabra de Salvación.
— Gloria a ti, Señor.
Reflejando la Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Imagínese una escala. De un lado dice “Santidad” y del otro “Amor al prójimo”. Para muchos de nosotros puede parecer que estas dos dimensiones de la fe están en extremos opuestos, como si para ser verdaderamente santos necesitáramos distanciarnos del mundo y sus problemas, o como si para dedicarnos por completo a servir a los demás tuviéramos que renunciar a la búsqueda de la santidad personal. Pero las lecturas de hoy nos muestran, con claridad meridiana, que se trata de una falsa dicotomía.
En el libro de Levítico, escuchamos al Señor decirle a Moisés: “Habla a toda la comunidad de los hijos de Israel y diles: Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo”. ¡Qué invitación tan extraordinaria! Dios no pide algo imposible, sino que nos invita a participar de su propia naturaleza. La santidad no es una cualidad reservada sólo a unos pocos elegidos, sino un llamado para todo el pueblo de Dios.
Pero ¿qué significa ser santo? Muchos de nosotros podemos imaginar la santidad como algo etéreo, místico, separado de las preocupaciones cotidianas. Quizás pensemos en santos con aureolas, mirando contemplativamente al cielo. Pero el texto de Levítico rápidamente disipa esta noción.
Inmediatamente después del llamado a la santidad viene una lista de comportamientos muy concretos y prácticos: “No hurtaréis, ni mentiréis, ni usaréis mentira unos con otros”. La santidad, nos dice Levítico, se manifiesta en las interacciones más ordinarias de la vida diaria: en cómo tratamos a nuestros empleados, en cómo nos comportamos en los negocios, en cómo nos hablamos unos a otros.
“No explotarás a tu prójimo ni lo oprimirás con violencia”. En un mundo donde la explotación económica a menudo se normaliza, donde la disparidad entre ricos y pobres continúa creciendo, esta instrucción es profundamente contracultural. La santidad, nos dice Levítico, se manifiesta en la justicia económica y social.
“No albergarás odio hacia tu hermano en tu corazón… No buscarás venganza, ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo.” En una cultura que a menudo celebra el resentimiento y la retribución, este llamado al perdón y la reconciliación es revolucionario. La santidad, nos dice Levítico, se manifiesta en corazones libres de amargura y resentimiento.
Y luego, la culminación de este texto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Este mandamiento, que Jesús identificaría más tarde como el segundo más grande de todos, resume todo lo que vino antes. La santidad no está separada del amor a los demás; se expresa a través de él.
Ahora, vayamos al Evangelio de Mateo, donde Jesús nos presenta la poderosa parábola del juicio final. En esta dramática escena, el Hijo del Hombre separa las ovejas de las cabras, basándose en un criterio sorprendentemente sencillo: cómo trataban a los hambrientos, a los sedientos, a los extranjeros, a los desnudos, a los enfermos y a los prisioneros.
Nótese bien: Jesús no pregunta sobre prácticas religiosas, conocimientos teológicos o experiencias místicas. Él pregunta: “¿Me diste de comer cuando tenía hambre? ¿Me diste agua cuando tenía sed? ¿Me acogiste cuando era un extraño?”
Y cuando tanto los justos como los injustos preguntan confundidos: “Señor, ¿cuándo te vimos en esta condición?”, la respuesta de Jesús es una de las declaraciones más profundas de toda la Escritura: “En verdad te digo que cuantas veces lo hiciste a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hiciste”.
Esta es una revelación sorprendente y transformadora. Jesús se identifica completamente con los marginados, los vulnerables, los que sufren. Está diciendo que lo encontramos no sólo en los santuarios y los sacramentos, sino en las calles, en los hospitales, en las prisiones, en los campos de refugiados.
Esta parábola nos desafía a una evaluación honesta de nuestras vidas. ¿Cómo hemos tratado al Cristo que encontramos disfrazado en los rostros de quienes sufren a nuestro alrededor? ¿Reconocemos la presencia sagrada en las personas que la sociedad a menudo hace invisible?
Cuando juntamos estas dos lecturas, emerge una poderosa verdad: la santidad y el servicio compasivo no son caminos separados, sino el mismo camino. Ser santo como Dios es santo significa amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Significa ver a Cristo en los demás y tratarlos en consecuencia.
San Juan de la Cruz dijo una vez: “En la tarde de la vida, seremos juzgados por el amor”. Las lecturas de hoy confirman esta profunda verdad. Al final, lo que importará no será cuántas oraciones digamos o cuántos rituales observemos, sino cuánto amemos concretamente.
Esto no significa que las prácticas espirituales como la oración, el ayuno y el estudio de las Escrituras no sean importantes. ¡Son cruciales! Pero son medios para un fin, no el fin en sí mismo. Deberían transformarnos en personas más amorosas, más compasivas y más parecidas a Cristo.
Mis hermanos y hermanas, hoy estamos invitados a integrar nuestra espiritualidad y nuestro servicio. Buscar la santidad no huyendo del mundo, sino comprometiéndose profundamente con él. Entendiendo que la llamada a la santidad es inseparable de la llamada a amar y servir.
Pensemos en los grandes santos de la historia de la Iglesia. Teresa de Calcuta encontró a Cristo en los moribundos de las calles. Francisco de Asís lo encontró en los leprosos y los pobres. Vicente de Paúl lo encontró en los prisioneros y abandonados. Estos santos no compartimentaron sus vidas en “tiempo de oración” y “tiempo de servicio”. Para ellos, encontrar a Cristo en los necesitados era oración. Servir a los pobres era adoración.
Y así debería ser para nosotros. Cada acto de bondad, cada gesto de compasión, cada esfuerzo por aliviar el sufrimiento es un encuentro sagrado con el mismo Cristo.
Pero no nos engañemos: este camino no es fácil. Es más cómodo mantener nuestra fe en privado, separada de los desafiantes temas de la justicia social, la pobreza, la inmigración, la atención médica y otros temas apremiantes de nuestro tiempo. Es más seguro buscar la santidad dentro de las cuatro paredes de nuestras iglesias.
Jesús, sin embargo, nos llama a una fe encarnada, que no teme las complejidades y controversias del mundo real. Nos llama a una santidad no sólo personal, sino también social y política, en el sentido más profundo de esos términos.
Cuando alimentamos a los hambrientos, no estamos simplemente realizando un acto individual de caridad; Estamos participando en la misión de Dios de traer vida abundante a todos. Cuando defendemos a los marginados, no sólo somos buenos ciudadanos; Estamos siguiendo los pasos de Cristo, que siempre estuvo del lado de los excluidos.
Al salir hoy de esta iglesia, llevemos con nosotros esta verdad transformadora: encontramos a Dios no sólo en los momentos tranquilos de oración, sino en los encuentros ruidosos, confusos y a veces incómodos con aquellos que la sociedad a menudo ignora.
Que nosotros, por la gracia de Dios, seamos santos como Él es santo, no con una santidad de aislamiento, sino con una santidad de participación. No con una santidad que nos separe de los problemas del mundo, sino con una santidad que nos sumerja más profundamente en ellos, armados del amor de Cristo.
Y que al final de nuestra vida, cuando nos encontremos cara a cara con nuestro Señor, podamos escuchar esas benditas palabras: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…”
Que así sea para cada uno de nosotros. Amén.