Evangelio de hoy – Martes, 4 de marzo de 2025 – Marcos 10,28-31 – Biblia Católica

Primera Lectura (Ecl 35,1-15)

Lectura del Libro del Eclesiástico.

El que guarda la ley hace muchas ofrendas; el que cumple los preceptos ofrece un sacrificio saludable. El que muestra gratitud ofrece harina fina, y el que practica la bondad ofrece sacrificio de alabanza. Lo que agrada al Señor es apartarse del mal, y lo que le agrada es dejar la injusticia. No os presentéis en presencia de Dios con las manos vacías, porque todo esto se hace en virtud del precepto. El sacrificio de los justos enriquece el altar, su perfume se eleva hasta el Altísimo. La oblación del justo es aceptable, y su memoria no será olvidada. Honra al Señor con corazón generoso y no regatees sobre las primicias que presentes. Haz todas tus ofrendas con semblante sereno y consagra tu diezmo con alegría. Da a Dios según la donación que te hizo, y generosamente, según tus posibilidades; porque él es un Dios que paga, y os recompensará siete veces más. No intentéis corromperle con regalos: no los acepta; No confiéis en un sacrificio injusto, porque el Señor es juez que no hace distinción entre las personas.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Marcos 10,28-31)

Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Marcos.

— Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Pedro comenzó a decir a Jesús: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús respondió: “En verdad os digo que quienquiera que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, campos, por mi causa y por el Evangelio, recibirá cien veces más ahora, en esta vida – casa, hermanos, hermanas, madre, hijos y campos, con persecuciones – y, en el mundo venidero, la vida eterna. Muchos de los que ahora son primeros serán últimos. Y muchos de los que ahora son últimos serán primeros”.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Imagínese frente a un altar. No el altar de esta iglesia, sino un altar en tu corazón. ¿Qué traerías como ofrenda a Dios? ¿Qué considerarías digno de ser puesto ante Aquel que creó todo y lo sabe todo? Nuestra primera lectura del Eclesiástico nos invita a reflexionar profundamente sobre la naturaleza de las ofrendas que agradaron a Dios.

“Quien observa la ley multiplica las ofrendas”, nos dice el Sabio. ¡Qué declaración tan intrigante! Ella nos recuerda que el verdadero dar comienza no con lo que damos, sino con cómo vivimos. La observancia de la ley –no como mera obediencia externa, sino como expresión de amor a Dios– es en sí misma una multiplicación de ofrendas.

El texto continúa mencionando varias ofrendas: sacrificios de comunión, ofrendas de flor de harina, sacrificios de alabanza. Pero, sorprendentemente, el autor no se detiene en minucias rituales. En cambio, nos dirige a algo más profundo: “Preséntate generosamente ante el Señor… da al Altísimo como él te dio”.

He aquí el corazón del mensaje: nuestra ofrenda a Dios debe nacer de la gratitud. Cuando reconocemos todo lo que Dios nos ha dado (vida, salud, talentos, relaciones, salvación) nos sentimos impulsados a responder con generosidad. No damos para recibir; Damos porque ya hemos recibido en abundancia.

Pero el Sabio va aún más lejos. Nos recuerda que “el Señor es un juez que no hace acepción de personas”. Ante Dios no hay favoritos. Los ricos no pueden comprar Su favor con ofrendas lujosas, ni los pobres son despreciados por sus humildes ofrendas. Lo que cuenta es el corazón.

Esta verdad está bellamente ilustrada en la historia de la viuda pobre que Jesús observó en el templo, quien ofreció solo dos monedas pequeñas, todo lo que tenía. Jesús declaró que ella daba más que todos los ricos, porque ellos daban de lo superfluo, pero ella, de su pobreza.

¿Y qué pasa con la última parte de la lectura? “No te presentes con las manos vacías ante el Señor, porque todo esto está ordenado como ofrenda debida”. ¿Sería esto una contradicción? Tras subrayar la actitud del corazón, el autor parece insistir en la necesidad de las ofrendas materiales.

No hay aquí ninguna contradicción, sino una tensión saludable. La fe sin obras está muerta, nos dice Santiago. El verdadero amor siempre se expresa en acciones concretas. La auténtica gratitud siempre busca formas de manifestarse. Nuestra espiritualidad no puede ser sólo interna; debe tomar forma visible en nuestro mundo material.

Y eso nos lleva directamente al Evangelio de hoy, donde Pedro le dice a Jesús: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. ¡Qué declaración tan audaz! Los discípulos hicieron exactamente lo que recomienda el Eclesiástico: dieron generosamente, reconociendo lo que habían recibido de Dios.

La respuesta de Jesús es fascinante: “En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba el ciento por uno en este tiempo… y en el mundo venidero, la vida eterna”.

Jesús no niega que el discipulado implica sacrificio. Dejarlo todo para seguir a Cristo es una decisión radical. Pero Él inmediatamente señala que esta aparente “perdida” es en realidad una “ganancia” en una escala incomparablemente mayor.

Piénselo: quien deja una familia por amor a Cristo gana una familia espiritual mucho más grande: la Iglesia. Quien renuncia a las posesiones materiales obtiene la libertad espiritual y la alegría de experimentar la providencia de Dios. Quien renuncia al estatus y al reconocimiento mundanos obtiene la aprobación de Dios mismo.

Pero Jesús añade una nota importante: “con persecuciones”. El camino del discipulado no está exento de dificultades. El “ciento por uno” que Jesús promete no es necesariamente material o inmediato. Es una promesa de plenitud de vida, de propósito, de comunidad, incluso –o quizás especialmente– en medio de las tribulaciones.

Y luego Jesús concluye con una declaración paradójica que resume maravillosamente las dos lecturas de hoy: “Muchos de los primeros serán los últimos, y muchos de los últimos serán los primeros”. La economía del Reino de Dios es radicalmente diferente de la economía del mundo.

En el mundo valoramos el estatus, la riqueza y el poder. En el Reino lo que cuenta es el amor, la humildad y el servicio. En el mundo buscamos acumular; en el Reino aprendemos a dejar ir. En el mundo competimos para ser primeros; en el Reino descubrimos la libertad de ser los últimos.

Mis queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dicen hoy estas lecturas? Creo que nos llaman a reexaminar nuestras ofrendas a Dios. No sólo lo que ponemos en la colecta dominical –aunque eso también es importante– sino toda nuestra vida.

¿Cómo está el altar de tu corazón? ¿Qué le has ofrecido a Dios? ¿Tu tiempo? ¿Tus talentos? ¿Tus posesiones? ¿Tu vida? ¿Tus luchas? ¿Tus alegrías? Todo esto puede convertirse en una ofrenda agradable cuando se presenta con un corazón agradecido y sincero.

Si sientes que tienes poco que ofrecer, recuerda: Dios no mira la cantidad, sino la calidad de nuestro amor. Si sientes que ya has sacrificado demasiado, recuerda la promesa de Jesús: nada de lo que le damos se pierde, sino que se transforma y se multiplica más allá de nuestra imaginación.

Y quizás lo más importante: en la Eucaristía que ahora celebramos, Jesús continúa dándonos el ejemplo supremo de entrega de uno mismo. El que era rico se hizo pobre por nosotros. El que fue primero llegó a ser el último. El que era Señor se hizo siervo. Y, paradójicamente, a través de este vaciamiento, Él trajo la más rica de todas las bendiciones: nuestra redención.

Que nosotros, inspirados por este amor incomparable, renovemos hoy nuestra ofrenda a Dios. No sólo con palabras o ritos externos, sino con la entrega sincera de todo lo que somos y todo lo que tenemos. Y al hacerlo, descubriremos la verdad de la promesa de Jesús: cuando perdemos la vida por causa de Él, en realidad la encontramos en su plenitud.

Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros, ahora y siempre. Amén.