Primera Lectura (Dn 3, 25.34-43)
Lectura de la Profecía de Daniel.
En aquellos días: Azarías, detenido y de pie, comenzó a rezar; abriendo la boca en medio del fuego, dijo: ‘¡Oh! nunca nos abandones, te lo pedimos, por tu nombre, no rompas tu alianza ni retires de nosotros tu benevolencia, por Abraham, tu amigo, por Isaac, tu siervo, y por Israel, tu Santo, a quienes prometiste multiplicar la descendencia como estrellas del cielo y como arena que está en la orilla del mar; Señor, hoy estamos reducidos al menor de todos los pueblos, somos hoy los más humildes en toda la tierra, a causa de nuestros pecados; en este tiempo estamos sin líderes, sin profetas, sin guía, no hay holocausto ni sacrificio, no hay ofrenda ni incienso, no hay un lugar para ofrecer en tu presencia las primicias, y encontrar benevolencia; pero, con el alma contrita y en espíritu de humildad, seamos acogidos, y como en los holocaustos de carneros y toros y como en los sacrificios de miles de corderos gordos, así se efectúe hoy nuestro sacrificio en tu presencia, y haz que te sigamos hasta el final; no se sentirá frustrado quien pone en ti su confianza. De ahora en adelante, queremos, de todo corazón, seguirte, temerte, buscar tu rostro; no nos dejes confundidos, sino trátanos según tu clemencia y según tu inmensa misericordia; líbranos con el poder de tus maravillas y haz que tu nombre sea glorificado, Señor’.
Palabra del Señor.
Gracias a Dios.
Evangelio (Mt 18,21-35)
— PROCLAMACIÓN del Evangelio de Jesucristo según San Mateo.
— Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: ‘Señor, ¿cuántas veces debo perdonar, si mi hermano peca contra mí? ¿Hasta siete veces?’ Jesús le respondió: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Porque el Reino de los Cielos es como un rey que decidió ajustar cuentas con sus siervos. Cuando comenzó el ajuste, le trajeron uno que le debía una enorme fortuna. Como el siervo no tenía con qué pagar, el rey ordenó que fuera vendido como esclavo, junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para que pagara la deuda. El siervo, sin embargo, cayó a los pies del rey y, postrado, suplicaba: ‘¡Dame un plazo! y te pagaré todo’. Ante esto, el rey tuvo compasión, soltó al siervo y le perdonó la deuda.
Al salir de allí, aquel siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía solo cien monedas. Lo agarró y comenzó a ahogarlo, diciendo: ‘Paga lo que me debes’. El compañero, cayendo a sus pies, suplicaba: ‘¡Dame un plazo! y te pagaré’. Pero el siervo no quiso saber nada de eso. Salió y lo mandó a encarcelar, hasta que pagara lo que debía. Al ver lo que había sucedido, los otros siervos se entristecieron mucho, buscaron al rey y le contaron todo. Entonces el rey mandó llamarlo y le dijo: ‘Siervo malvado, te perdoné toda tu deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’ El rey se indignó y mandó entregar a aquel siervo a los verdugos, hasta que pagara toda su deuda. Así también hará mi Padre que está en los cielos con vosotros, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.’
— Palabra de la Salvación.
— Gloria a ti, Señor.
Reflejando la Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
¡Que la paz del Señor esté con ustedes!
Hoy, me gustaría comenzar nuestra reflexión con una historia que nos conecta directamente con nuestras experiencias diarias. Imaginen una situación en la que están caminando por las bulliciosas calles de una ciudad. El ruido de los coches, la gente apurada, el ajetreo diario. De repente, ven a un mendigo sentado en una esquina, con ropas rotas y una mirada triste. Se detienen por un momento y miran alrededor, dándose cuenta de que muchas personas pasan junto a él, ignorando su presencia.
Esta escena nos resulta familiar a todos, ¿verdad? Vivimos en un mundo lleno de personas que necesitan amor, compasión y misericordia. Y precisamente de eso nos hablan las lecturas bíblicas que hemos leído hoy: amor, compasión y misericordia.
En la primera lectura, tomada del libro de Daniel, nos sumergimos en la historia de los tres jóvenes hebreos que fueron arrojados al horno ardiente por negarse a adorar ídolos. Colocaron su fe en Dios por encima de todo. Y, en medio del fuego, clamaron a Dios con humildad y arrepentimiento, reconociendo sus pecados y pidiendo perdón. Y el Señor, en su misericordia, envió a su ángel para protegerlos y liberarlos. Esta pasaje nos recuerda que, incluso en las situaciones más difíciles y desesperadas, Dios está con nosotros, listo para perdonarnos y darnos una nueva oportunidad.
Este mensaje de perdón y misericordia se refuerza aún más en el Evangelio de Mateo. Jesús cuenta la parábola del siervo despiadado, que debe a su señor una gran cantidad de dinero. Cuando el señor exige el pago, el siervo suplica por misericordia y paciencia, y el señor, conmovido por la compasión, cancela su deuda. Sin embargo, este mismo siervo, poco después, se encuentra con un compañero que le debe una pequeña cantidad de dinero y lo trata con dureza, exigiendo el pago inmediato. Al enterarse de esto, el señor llama al siervo despiadado y lo reprende, recordándole que también debería haber sido misericordioso con su compañero. Y Jesús concluye diciendo: “Así también mi Padre celestial hará con ustedes, si cada uno no perdona de corazón a su hermano” (Mateo 18,35).
Estas lecturas bíblicas nos invitan a reflexionar sobre la importancia del amor, la compasión y el perdón en nuestras vidas. Vivimos en un mundo donde es fácil quedar atrapados en nuestros propios intereses y deseos egoístas. Pero Jesús nos llama a romper esas barreras del egoísmo y a extender la mano a nuestros hermanos y hermanas necesitados.
Imaginen si todos adoptáramos una actitud de misericordia y perdón en nuestras vidas. Si, en lugar de juzgar y condenar, extendiéramos la mano para ayudar, perdonar y amar. Seríamos capaces de transformar el mundo que nos rodea. Y esa transformación comienza en cada uno de nosotros.
Quiero compartir con ustedes una historia que ilustra este mensaje de perdón y misericordia. Una vez había un hombre que llevaba consigo una gran carga de resentimiento y amargura. Guardaba rencor hacia una persona que lo había herido profundamente en el pasado. Esta carga pesaba en su corazón, afectando sus relaciones y su propia paz interior.
Un día, este hombre escuchó una predicación sobre el perdón y la misericordia de Dios. Fue tocado por el amor incondicional que Dios ofrecía, incluso a los pecadores más perdidos. Y se dio cuenta de que llevar la carga del resentimiento y la amargura era como estar atrapado en una prisión.
Entonces, decidió dar el primer paso hacia la libertad. Buscó a la persona que lo había herido y, con lágrimas en los ojos, expresó su sincero perdón. En ese momento, sintió un peso siendo levantado de sus hombros y experimentó una paz profunda que no sentía desde hacía mucho tiempo.
Esta historia nos muestra que el perdón no es solo un acto de bondad hacia los demás, sino también una liberación para nosotros mismos. Cuando nos liberamos de la carga del resentimiento y la amargura, abrimos espacio para que la gracia de Dios actúe en nuestras vidas. Y es esa gracia la que nos permite experimentar la verdadera paz y alegría que solo pueden venir del amor de Dios.
Pero, ¿cómo podemos aplicar estos principios en nuestra vida diaria? Quiero ofrecer algunas orientaciones prácticas:
En primer lugar, necesitamos examinar nuestros corazones y identificar cualquier resentimiento, amargura o rencor que nos esté atrapando. Debemos estar dispuestos a enfrentar estos sentimientos y buscar el perdón, ya sea perdonando a los demás o pidiendo perdón a quienes hemos herido.
En segundo lugar, debemos recordar que el perdón no significa ignorar el dolor o la injusticia que hemos sufrido. Significa elegir liberar el poder de estos sentimientos y permitir que el amor de Dios cure nuestras heridas. El perdón no es un proceso fácil, pero es un camino hacia la curación y la libertad.
En tercer lugar, debemos practicar la compasión en nuestras interacciones diarias. Esto significa estar atentos a las necesidades de los demás y responder con amor y bondad. Podemos empezar pequeño, ayudando a un compañero de trabajo con una tarea difícil, escuchando con empatía a un amigo que está pasando por un momento difícil. Pequeños actos de compasión pueden tener un impacto significativo en la vida de los demás.
En cuarto lugar, debemos recordar que la misericordia de Dios es infinita y que también debemos extenderla hacia nosotros mismos. A menudo, somos nuestros peores críticos y nos culpamos por nuestros errores y fallas. Pero Dios nos llama a perdonarnos a nosotros mismos y a abrirnos a su gracia transformadora. Aprender a amarnos y perdonarnos a nosotros mismos es esencial para vivir una vida plena y abundante.
Queridos hermanos y hermanas, el llamado al amor, la compasión y el perdón es un llamado que se nos da todos los días. Es un llamado a ser verdaderos discípulos de Cristo, extendiendo la luz de su amor en un mundo que a menudo está envuelto en tinieblas.
A medida que profundizamos en estas enseñanzas, recordemos las palabras de Jesús: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5,7). Que busquemos la misericordia de Dios en nuestras vidas y, por su gracia, seamos instrumentos de misericordia y perdón para los demás.
Que el Espíritu Santo nos guíe y nos fortalezca en este viaje de amor y compasión. Que nos ayude a romper las cadenas del resentimiento y la amargura, para que podamos experimentar la verdadera libertad en Cristo.
Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes. Amén.
Padre celestial, te agradecemos por enseñarnos el camino del amor, la compasión y el perdón. Te pedimos que nos concedas la gracia de vivir de acuerdo con estas enseñanzas, para que podamos ser testigos vivos de tu amor en el mundo. Ayúdanos a liberar cualquier resentimiento y amargura que haya en nuestros corazones y a extender la mano a nuestros hermanos y hermanas necesitados. Danos el coraje de perdonar y la compasión para amar como tú nos amas. Te lo pedimos en el nombre de Jesús, nuestro Señor. Amén.