Evangelio de hoy – Miércoles, 10 de abril de 2024 – Juan 3,16-21 – Biblia Católica

Primera Lectura (Hechos 5,17-26)

Lectura de los Hechos de los Apóstoles.

En aquellos días, el sumo sacerdote y todos los de su grupo, es decir, el grupo de los saduceos, se levantaron llenos de ira y ordenaron que arrestaran a los apóstoles y los arrojaran a la cárcel pública.

Sin embargo, durante la noche, el ángel del Señor abrió las puertas de la prisión y los sacó, diciendo: “Vayan y hablen con la gente en el templo sobre todo lo que concierne a esta forma de vivir”. Ellos obedecieron y al amanecer entraron al templo y comenzaron a enseñar. Llegó el sumo sacerdote con sus partidarios y convocó al Sanedrín y al Consejo formado por las personas importantes del pueblo de Israel. Luego mandaron sacar a los apóstoles de la cárcel. Pero cuando llegaron a la prisión, los sirvientes no los encontraron y regresaron diciendo: “Encontramos la prisión cerrada, con total seguridad, y los guardias estaban apostados frente a la puerta. Pero cuando abrimos la puerta no encontramos a nadie dentro”.

Al escuchar esta noticia, el jefe de la guardia del templo y los sumos sacerdotes no sabían qué pensar y se preguntaban qué podría haber pasado. Llegó alguien y les dijo: “¡Los hombres que habéis encarcelado están en el templo enseñando al pueblo!”. Entonces el jefe de la guardia del templo salió con los guardias y trajo a los apóstoles, pero sin violencia, porque tenían miedo de que el pueblo los atacara con piedras.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Juan 3,16-21)

— Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Juan.

— Gloria a ti, Señor.

Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. De hecho, Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo pudiera salvarse por él. El que cree en él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado, porque no creyó en el nombre del Hijo unigénito.

Ahora bien, este es el juicio: la luz ha venido al mundo, pero los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Quien hace el mal aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus acciones no queden al descubierto. Pero quien obra según la verdad se acerca a la luz, para que sea evidente que sus acciones se realizan en Dios.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Mis amados hermanos y hermanas en Cristo,

Hoy nos reunimos en este templo sagrado para reflexionar sobre las verdades eternas contenidas en las Sagradas Escrituras. Las palabras que escuchamos en la primera lectura, extraídas de los Hechos de los Apóstoles, y en el Evangelio según Juan, nos invitan a profundizar en las profundidades del amor divino y descubrir la verdad que transforma nuestras vidas.

Imagínese en un viaje diario, caminando por las calles de una ciudad ajetreada. Las preocupaciones de la vida cotidiana consumen nuestros pensamientos: trabajo, familia, relaciones, desafíos financieros. En medio de esta agitación, es fácil perder de vista la verdad esencial que nos sostiene.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos presenta un escenario en el que los apóstoles se enfrentan a autoridades religiosas, que se sienten amenazadas por el poder de las enseñanzas de Jesús. Son arrestados y llevados ante el Sanedrín, el tribunal supremo de la época. Pero mientras los apóstoles están ante los poderosos de este mundo, permanecen firmes en su fe y confianza en Dios.

Este pasaje nos recuerda que incluso en medio de la persecución y la adversidad, no estamos solos. Dios está a nuestro lado, fortaleciéndonos y capacitándonos para enfrentar los desafíos de la vida. Nos da el valor de ser testigos fieles y valientes, independientemente de las circunstancias.

En el Evangelio de Juan encontramos uno de los pasajes más conocidos y queridos de la Escritura: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Juan 3,16). Estas palabras son un recordatorio del amor incondicional de Dios por cada uno de nosotros.

Dios nos ama con un amor que va más allá de cualquier medida o comprensión humana. Él nos ama en nuestras debilidades, en nuestros pecados, en nuestras luchas diarias. Este amor no se basa en nuestros méritos o logros; es un don gratuito, ofrecido a todos los que se vuelven a Él con todo el corazón.

Pero, hermanos y hermanas míos, el amor de Dios no es sólo una teoría abstracta. Se manifiesta en acciones concretas en nuestras vidas. Así como los apóstoles fueron llamados a dar testimonio de su amor a través de palabras y acciones, nosotros estamos llamados a hacer lo mismo.

Imagínense una madre que, al ver a su hijo herido, inmediatamente corre a consolarlo y atender sus heridas. Esta es la clase de amor práctico que Dios tiene por nosotros. Él siempre está presente en nuestras vidas, listo para ofrecernos consuelo, sanación y perdón.

Asimismo, estamos llamados a compartir este amor con los demás. Quizás conozcas a alguien que esté pasando por momentos difíciles, alguien que esté luchando contra la soledad, el dolor o la desesperación. ¿Qué tal acercarse y ofrecer una palabra de aliento, un hombro en el que apoyarse o ayuda práctica? Pequeños gestos de amor pueden tener un impacto duradero en la vida de alguien.

Cuando actuamos con amor, reflejamos la luz de Cristo en este mundo. Jesús nos dice: “El que practica la verdad viene a la luz, para que sus obras sean reveladas, porque están hechas en Dios” (Juan 3:21). Al vivir según la verdad del Evangelio, nos convertimos en faros de esperanza en un mundo a menudo envuelto en oscuridad.

Amados míos, el mensaje central de estos pasajes bíblicos es claro: somos amados por Dios y llamados a amarnos unos a otros. Esta es la verdad que transforma vidas, que trae esperanza en medio de la desesperanza y que nos invita a vivir de una manera digna del llamado que hemos recibido.

Que recordemos estas palabras al abandonar hoy este lugar sagrado. Que seamos signos visibles del amor de Dios en nuestros hogares, en nuestras comunidades y en cada ámbito de nuestra vida. Que podamos llegar a los necesitados, consolar a los afligidos y compartir el mensaje de esperanza que encontramos en las Escrituras.

Quiero animar a cada uno de ustedes a que se tomen un momento cada día para reflexionar sobre cómo las lecciones de estos pasajes bíblicos se aplican a sus vidas. Pregúntese: ¿Cómo puedo amar mejor a quienes me rodean? ¿Cómo puedo practicar la verdad y ser una luz para los demás?

Recuerda que la vida cristiana no es un camino solitario. Estamos unidos como una familia de fe y juntos podemos apoyarnos y animarnos unos a otros. Únase a grupos de estudio bíblico, participe en actividades comunitarias y busque guía de sus hermanos y hermanas en la fe.

Antes de concluir, quiero recordarnos a todos la inmensa gracia y misericordia de Dios. No importa cuán lejos nos hayamos desviado o cuán profundamente hayamos caído en pecado, el amor de Dios por nosotros permanece inquebrantable. Él siempre está dispuesto a perdonarnos, levantarnos y guiarnos de regreso al camino de la justicia.

Que recibamos esta gracia con gratitud y humildad, y que nos inspire a vivir una vida de amor, servicio y compasión. Que nuestras palabras y acciones sean un testimonio vívido del amor de Dios, para que todos los que nos encuentren puedan experimentar el gozo y la esperanza que encontramos en nuestro Señor Jesucristo.

Que la paz de Cristo, que sobrepasa todo entendimiento, llene vuestros corazones y vuestras vidas. Recordemos siempre las palabras del salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré?” (Salmo 27:1). Que esta confianza nos fortalezca y nos anime a vivir según la voluntad de Dios.

Que el mensaje de hoy permanezca con nosotros, alimentando nuestras almas y dirigiéndonos en nuestro camino. Que seamos verdaderos discípulos de Cristo, reflejando su amor y verdad en todo lo que hacemos.

Que Dios los bendiga a ustedes y a sus familias hoy y siempre. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.