Primera Lectura (1 Juan 2,29–3,6)
Lectura de la Primera Carta de San Juan.
Queridos hermanos: Ya que sabéis que él es justo, sabed también que todo aquel que practica la justicia ha nacido de él. Ved qué gran regalo de amor nos ha dado el Padre: ¡ser llamados hijos de Dios! ¡Y lo somos! Si el mundo no nos conoce, es porque no ha conocido al Padre. Queridos, desde ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Jesús se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es. Todo el que espera en él se purifica a sí mismo, así como él es puro. Todo aquel que comete pecado, comete también iniquidad, porque el pecado es iniquidad. Vosotros sabéis que él se manifestó para quitar los pecados y que en él no hay pecado. Todo aquel que comete pecado demuestra que no lo ha visto ni lo ha conocido.
— Palabra del Señor.
— Gracias a Dios.
Evangelio (Juan 1,29-34)
— Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Juan.
— Gloria a ti, Señor.
Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. De él dije: ‘Después de mí viene un hombre que me ha precedido, porque existía antes que yo’. Yo tampoco lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él sea manifestado a Israel”.
Y Juan dio testimonio, diciendo: “Vi al Espíritu descender del cielo como una paloma y posarse sobre él. Yo tampoco lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas descender y permanecer al Espíritu, este es el que bautiza con el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y doy testimonio: ¡Este es el Hijo de Dios!”
— Palabra de salvación.
— Gloria a ti, Señor.
Refletindo a Palavra de Deus
Mis amados hermanos y hermanas en Cristo, que la paz del Señor esté con ustedes. Hoy nos encontramos aquí, como una comunidad de fe, para reflexionar sobre las profundas verdades contenidas en las Sagradas Escrituras, en la Primera Lectura tomada de la Primera Carta de San Juan y en el Evangelio según San Juan. Que nuestros corazones estén abiertos a la luz de la Palabra divina, listos para ser transformados por la sabiduría eterna.
Amigos míos, todos buscamos la verdad en nuestras vidas. En un mundo donde constantemente somos bombardeados por información y opiniones diversas, ¿cómo podemos discernir lo que es verdadero y eterno? La Palabra de Dios, como se encuentra en la Biblia, es la lámpara para nuestros pies, la luz en nuestro camino. La Primera Lectura nos recuerda: “Si sabéis que Él es justo, reconoced también que todo aquel que practica la justicia ha nacido de Él”.
Esta verdad trasciende el conocimiento intelectual; es una verdad que se manifiesta en nuestras acciones y relaciones diarias. La verdadera justicia es el fruto de aquellos que han nacido de Dios, de aquellos que se comprometen a seguir los pasos de nuestro Señor Jesucristo. Creer en Dios no es solo un acto de fe mental, sino una transformación del corazón que se refleja en nuestras elecciones y en la forma en que vivimos.
En este punto, nos dirigimos al Evangelio de Juan, donde encontramos la elocuente proclamación de Juan el Bautista: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”. ¡Qué poder hay en esas palabras! Nos invitan a contemplar la grandeza del amor divino revelado en Jesucristo, el Cordero que se ofrece por nosotros.
Imaginen la escena: Juan el Bautista, en el río Jordán, señala a Jesús, reconociéndolo como el sacrificio perfecto, el redentor de la humanidad. Es una imagen poderosa e impactante. En nuestras vidas, a menudo estamos inmersos en las aguas de los desafíos, del pecado y del arrepentimiento. Sin embargo, la promesa divina es que, en Jesús, encontramos al Cordero que nos purifica, nos renueva y nos libera.
La Primera Lectura continúa con un llamado a la responsabilidad: “Mirad cuál amor nos ha tenido el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Aquí, se nos invita a reflexionar sobre el inmenso amor del Padre Celestial, que nos adopta como Sus propios hijos. Se nos llama a vernos unos a otros como hermanos y hermanas, miembros de una familia celestial.
Sin embargo, esta filiación divina no es solo un privilegio; es también un llamado a vivir de acuerdo con la naturaleza del Padre. “Todo el que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro”. Esta purificación es un proceso continuo de conversión, de renuncia al pecado y de búsqueda de la santidad. Ser llamado hijo de Dios no es solo un título vacío, sino una misión que abrazamos a diario.
Sin embargo, sabemos que el camino de la santidad es a menudo empinado y lleno de desafíos. La Primera Lectura nos advierte sobre la presencia del pecado: “Todo el que comete pecado, comete también iniquidad, pues el pecado es iniquidad”. El pecado no solo nos aleja de Dios, sino que distorsiona la imagen divina que llevamos en nosotros.
Es como si lleváramos una sombra interior que nos aparta de la luz de la gracia. Pero la buena noticia es que la luz de Cristo es más poderosa que cualquier oscuridad. Si nos volvemos sinceramente hacia Él, el Cordero de Dios, encontraremos la fuerza para vencer nuestras debilidades y superar las tentaciones que nos acosan.
En este punto, volvamos al Evangelio de Juan, donde Juan el Bautista da testimonio: “Yo lo vi y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios”. La misma promesa de filiación divina que encontramos en la Primera Lectura es ahora reforzada por el fiel testimonio de Juan el Bautista. Y, además, se nos recuerda la presencia del Espíritu Santo, que desciende como una paloma sobre Jesús.
El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, y Su presencia en nuestras vidas es fundamental para nuestra jornada espiritual. Él es nuestro consolador, nuestro guía y nuestra fuerza interior. En nuestros momentos de debilidad, es el Espíritu Santo quien nos capacita para vencer. Al arrepentirnos y entregarnos a Dios, permitimos que el Espíritu Santo obre en nosotros, moldeándonos a la imagen de Cristo.
Aquí, quiero invitar a todos ustedes a recordar sus propios momentos de Bautismo. En el Bautismo, somos lavados de nuestros pecados, recibimos la gracia redentora de Dios y somos incorporados a Su familia. Recuerden el día en que fueron marcados como hijos e hijas de Dios. En ese momento, el Espíritu Santo descendió sobre ustedes, al igual que descendió sobre Jesús.
Sin embargo, la gracia recibida en el Bautismo no es un evento aislado, sino una fuente constante de renovación. El Espíritu Santo continúa actuando en nuestras vidas, capacitándonos para vivir de manera digna de nuestra vocación como hijos de Dios. Este es un recordatorio de que nunca estamos solos en nuestra jornada espiritual. Dios está con nosotros, guiándonos en cada paso del camino.
Como hijos de Dios, estamos llamados a practicar la justicia en todas las áreas de nuestras vidas. La Primera Lectura nos dice: “Aquel que practica la justicia es justo, así como Él es justo”. La justicia aquí no es solo un concepto abstracto, sino una expresión tangible del amor divino en acción.
¿Qué significa practicar la justicia en nuestras vidas cotidianas? Significa actuar con compasión, mostrar misericordia, perdonar a los demás así como hemos sido perdonados por Dios. Significa buscar la verdad, la integridad y la dignidad en todas nuestras interacciones. Como hijos de Dios, estamos llamados a ser agentes de transformación en un mundo a menudo marcado por la injusticia y el pecado.
Queridos hermanos y hermanas, en esta jornada de fe, enfrentamos desafíos, tentaciones y luchas contra el pecado. Sin embargo, la esperanza que se nos ofrece en Cristo es un ancla para nuestras almas. Cuando nos sentimos débiles, cuando la sombra del pecado intenta envolvernos, recordemos que somos hijos de Dios, redimidos por el sacrificio del Cordero.
Que la esperanza en Cristo sea nuestra motivación diaria. Cuando miramos al mundo que nos rodea, a menudo vemos noticias de desesperanza y tristeza. Sin embargo, como hijos de Dios, estamos llamados a ser portadores de esperanza. Podemos ser la luz que brilla en las tinieblas, la esperanza que trasciende las circunstancias.
En este momento, me gustaría desafiarlos a una reflexión profunda y sincera sobre la autenticidad de nuestra fe. Como hijos de Dios, nuestra vida debe reflejar los valores del Reino. Que la forma en que vivimos sea un testimonio vívido de nuestra filiación divina. Frente a los desafíos del mundo moderno, estamos llamados a ser cristianos auténticos, guiados por la verdad, la justicia y el amor.
Vivimos en un tiempo en el que las palabras a menudo son vacías, pero las acciones hablan más fuerte. Que nuestra fe se evidencie no solo en nuestras palabras, sino en nuestros actos. Al mirar nuestras vidas, preguntémonos: ¿Nuestras elecciones reflejan la luz de Cristo? ¿Nuestras relaciones expresan el amor del Padre Celestial? ¿Nuestra búsqueda de la justicia revela la filiación divina que hemos recibido?
Queridos hermanos y hermanas, al concluir nuestra reflexión en las lecturas bíblicas de la Primera Lectura y el Evangelio, recordemos las palabras de San Juan: “Ved cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios”. Esta es nuestra identidad, nuestra fuente de esperanza y fortaleza.
Que vivamos nuestras vidas en respuesta a este gran regalo de amor. Que la gracia redentora del Cordero de Dios nos transforme a diario. Que el Espíritu Santo nos guíe en nuestra jornada de fe. Y que, como hijos de Dios, podamos ser agentes de Su luz, compartiendo el amor y la esperanza que encontramos en Cristo con el mundo que nos rodea.
Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con ustedes ahora y siempre. Amén.