Evangelio de hoy – Miércoles, 15 de enero de 2025 – Marcos 1,29-39 – Biblia Católica

Primera Lectura (Hebreos 2,14-18).

Lectura de la Carta a los Hebreos.

Como los niños tienen en común carne y sangre, Jesús también participó de la misma condición, para destruir con su muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y liberar a los que, por temor a la muerte, estuvieron sujetos a esclavitud toda su vida. Porque, después de todo, no vino a ocuparse de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham. Por lo tanto, tenía que ser en todo semejante a sus hermanos, llegar a ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Porque habiendo sufrido él mismo cuando fue tentado, puede ayudar a los que ahora sufren la tentación.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Marcos 1,29-39).

Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Marcos.

— Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús salió de la sinagoga y fue, con Santiago y Juan, a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y pronto se lo dijeron a Jesús. Y él se acercó, le tomó la mano y la ayudó a levantarse. Luego la fiebre desapareció; y ella comenzó a servirles. Por la tarde, después de la puesta del sol, llevaron a Jesús a todos los enfermos y endemoniados. Toda la ciudad se reunió frente a la casa. Jesús sanó a muchas personas de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, porque sabían quién era él. Temprano en la mañana, cuando aún estaba oscuro, Jesús se levantó y fue a orar a un lugar desierto. Simón y sus compañeros fueron a buscar a Jesús. Cuando lo encontraron, le dijeron: “Todos te están buscando”. Jesús respondió: “¡Vámonos a otros lugares, a los pueblos cercanos! Allí también debo predicar, porque para eso vine”. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas de ellos y expulsando demonios.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, mientras reflexionamos sobre las lecturas de hoy, quiero invitarlos a la escena del Evangelio de Marcos. Imagínese en la casa de Simão y André. Es un hogar común y corriente, como muchos que conocemos, donde la calidez humana, el cuidado y la vida familiar se entrelazan con los desafíos de la vida cotidiana. La suegra de Pedro está acostada, febril, mientras Jesús, el huésped divino, entra y transforma el ambiente con su presencia.

Al leer estos pasajes, recordamos que Jesús no es sólo el Mesías distante, sino un Dios que viene a nuestros hogares, toca nuestro dolor y sana nuestros corazones. Él nos encuentra donde estamos: en nuestras enfermedades, en nuestros sufrimientos y en nuestras necesidades más profundas.

En el Evangelio vemos a Jesús curando a la suegra de Pedro con un simple gesto: la toma de la mano y la levanta. Este acto nos enseña mucho sobre el poder del toque de Cristo. No sólo sana físicamente, sino que restaura la dignidad y el propósito. La suegra de Pedro, luego de ser sanada, inmediatamente comienza a servir. Este servicio es una respuesta natural a la gracia de Dios. Cuando experimentamos la curación y el amor de Cristo, nos sentimos impulsados a servir a los demás.

Pensemos en esto por un momento: ¿cuántas veces Dios nos ha levantado en momentos de debilidad? Tal vez fue una palabra de aliento de un amigo, un gesto amable de un extraño o un momento de profunda oración en el que sentimos Su presencia. Cuando Dios nos levanta, también nos invita a ser instrumentos de sanación para los demás.

Esta escena de curación en casa de Pedro nos retrotrae a la primera lectura de hoy, de la Carta a los Hebreos. Aquí se nos recuerda algo profundamente reconfortante: Jesús se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Él compartió nuestra carne y nuestra sangre, experimentó nuestros dolores y sufrió nuestras tentaciones. ¿Por qué? Para que sea un sumo sacerdote misericordioso, capaz de interceder por nosotros y liberarnos de la esclavitud del miedo y de la muerte.

La imagen de Jesús como nuestro sumo sacerdote es poderosa. Imaginemos un mediador perfecto, alguien que comprende nuestras debilidades porque Él mismo las ha experimentado. Él no es un juez distante, sino un hermano compasivo que nos toma de la mano y nos conduce al Padre. Esta verdad debe llenar nuestros corazones de esperanza y confianza.

Volvamos al Evangelio. Después de sanar a la suegra de Pedro, Jesús se dedica a servir a una multitud que trae a sus enfermos y afligidos. Él sana, libera y restaura. Sin embargo, lo que me llama la atención es lo que sucede al comienzo del día siguiente. Antes del amanecer, Jesús se retira a un lugar desierto para orar. Incluso con todas las exigencias que lo rodean, Él reconoce la necesidad de estar en comunión con el Padre.

He aquí una preciosa lección para nosotros. ¿Con qué frecuencia permitimos que el ajetreo y el bullicio de nuestras vidas nos impidan orar? La vida está llena de responsabilidades, pero Jesús nos enseña que la oración no es un lujo, es una necesidad. Es en la oración que encontramos fuerza, claridad y dirección. Así como Jesús buscó al Padre para renovar sus fuerzas, también nosotros debemos refugiarnos en la oración, especialmente en los momentos de cansancio y duda.

Al reflexionar sobre la vida de Jesús, nos damos cuenta de que su ministerio es un equilibrio perfecto entre acción y contemplación. Él sana y sirve, pero también se retira para estar a solas con el Padre. Esta armonía nos desafía a encontrar un equilibrio similar en nuestras vidas. Estamos llamados a trabajar por el Reino de Dios, pero también a encontrar tiempo para reponernos espiritualmente.

Quiero compartir con ustedes una historia que ilustra este punto. Una vez contrataron a un leñador para talar árboles en un bosque. Al principio taló muchos árboles, pero con el paso del tiempo su productividad disminuyó. Se frustró a medida que trabajaba más y más pero cortaba menos. Un día un amigo le preguntó: “¿Has estado afilando tu hacha?” El leñador respondió: “No, no tengo tiempo para eso. Estoy demasiado ocupado talando árboles”. Entonces el amigo dijo: “Si no afilas tu hacha, el trabajo será cada vez más difícil”.

Así como el leñador necesitaba afilar su hacha, nosotros necesitamos afilar nuestras almas a través de la oración y la comunión con Dios. Sin esto, corremos el riesgo de quemarnos y perder de vista nuestro propósito.

Las lecturas de hoy nos ofrecen tres invitaciones claras:

Acepta la curación de Cristo y permite que Él nos levante. Como la suegra de Pedro, estamos llamados a recibir su gracia con gratitud y responder con servicio a los demás. ¿Qué áreas de nuestras vidas necesitan el toque sanador de Jesús? ¿Estamos dispuestos a dejarnos elevar por Él?

Reconocer la humanidad de Jesús como signo de su cercanía a nosotros. Él conoce nuestras luchas porque ha pasado por ellas. Cuando enfrentamos tentaciones o dificultades, podemos recordar que no estamos solos. Tenemos un sumo sacerdote que intercede por nosotros y nos fortalece.

Equilibrar la acción y la contemplación en nuestras vidas. Así como Jesús dedicó tiempo a la oración, nosotros también debemos buscar momentos de silencio y comunión con Dios. ¿Qué pasos prácticos podemos tomar para priorizar la oración en nuestra vida diaria?

Finalmente, quiero animar a cada uno de ustedes a reflexionar sobre cómo pueden ser instrumentos de sanación en el mundo. Vivimos en una época en la que muchas personas están heridas, física y espiritualmente. Podemos ser las manos de Cristo, tocando vidas con compasión y amor. Que nosotros, como Jesús, entremos en los “hogares” de quienes nos rodean – sus vidas, sus corazones – y llevemos la presencia sanadora de Dios.

Pidamos humildemente hoy que el Señor renueve nuestras fuerzas y nos permita vivir de una manera que glorifique Su nombre. Que nuestra oración sea como la de Jesús: profunda, sincera y transformadora. Que nuestras vidas sean un reflejo de Su misericordia y amor. Y que nosotros, cada día, nos levantemos como luces en el mundo, irradiando la gracia que hemos recibido.

Amén.