Primera Lectura (Génesis 3,9-24).
Lectura del Libro del Génesis.
El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?” Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo porque estaba desnudo, y me escondí. El Señor Dios le dijo: ¿Y quién te dijo que estabas desnudo? Y comiste del árbol cuyo fruto te prohibí comer. Adán dijo: “La mujer que me diste por compañera, fue ella la que me dio del fruto del árbol, y yo comí”. El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Por qué has hecho esto?” Y la mujer respondió: “La serpiente me engañó y me la comí”. Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho esto, ¡maldita serás entre todos los animales domésticos y entre todas las bestias salvajes! ¡Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida! Pondré enemistad entre ti. y la mujer, entre tu descendencia y la de ella, te herirá en la cabeza y tú le herirás en el calcañar. A la mujer le dijo: “Multiplicaré los sufrimientos de tu embarazo: con dolor darás a luz a tus hijos; tus deseos te atraerán hacia tu marido, y él te dominará”. Luego le dijo a Adán: “Porque escuchaste la voz de tu esposa y comiste del árbol cuyo fruto te prohibí comer, ¡la tierra será maldita por tu culpa! Con sufrimiento tomarás alimento de todo ello. los días de tu vida te producirá espinas y abrojos y comerás las hierbas de la tierra; comerás pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado, porque polvo eres. y al polvo volverás.” Y Adán llamó a su esposa “Eva”, porque ella es la madre de todos los seres vivientes. Entonces el Señor Dios hizo túnicas de pieles para Adán y su esposa y los vistió. Entonces dijo el Señor Dios: He aquí el hombre se ha hecho como uno de nosotros, capaz de conocer el bien y el mal. No suceda ahora que él también extienda su mano al árbol de la vida para comer de él y vivir para siempre. !” Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén, para que pudiera cultivar la tierra de donde había sido sacado. Expulsó al hombre y colocó los querubines y la espada de fuego al este del jardín del Edén para guardar el camino hacia el árbol de la vida.
– Palabra del Señor.
– Gracias a Dios.
Evangelio (Marcos 8,1-10).
Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Marcos.
— Gloria a ti, Señor.
En aquellos días volvió a haber mucha gente y no había nada para comer. Jesús llamó a sus discípulos y dijo: “Tengo compasión de esta multitud, porque llevan tres días conmigo y no tienen qué comer. Si los envío a casa sin comer, se desmayarán en el camino, porque muchos de ellos Vienen de muy lejos.” Los discípulos dijeron: “¿Cómo podría alguien saciarlos de pan aquí en el desierto?” Jesús les preguntó: “¿Cuántos panes tenéis?” Ellos respondieron: “Siete”. Jesús ordenó a la multitud que se sentara en el suelo. Luego tomó los siete panes y dio gracias, los partió y se los dio a sus discípulos para que los repartieran. Y los repartieron entre el pueblo. También había algunos peces. Después de pronunciarles la bendición, les ordenó que las repartieran también. Comieron y se saciaron, y recogieron siete cestas con los pedazos que sobraron. Eran cuatro mil, más o menos. Y Jesús los despidió. Subiendo Jesús a la barca con sus discípulos, se dirigió a la región de Dalmanuta.
— Palabra de Salvación.
— Gloria a ti, Señor.
Reflejando la Palabra de Dios
Mis hermanos y hermanas en Cristo, hoy estamos invitados a reflexionar sobre las profundas verdades que nos revelan las lecturas del Génesis y Marcos. Son pasajes que nos hablan de la humanidad, de nuestras debilidades, pero también de la misericordia y de la divina providencia que nunca nos abandona. Y sobre esta misericordia, sobre el amor incansable de Dios por nosotros, reflexionaremos juntos.
Comencemos con el relato del libro del Génesis, donde encontramos una escena que marca un punto decisivo en la historia de la humanidad: la caída de Adán y Eva. En la lectura de hoy, vemos cómo Dios, después de Adán y Eva, comieron lo prohibido. fruta, los llama. Se escondían, avergonzados, porque se daban cuenta de su vulnerabilidad y de la desobediencia que habían cometido. Entonces Dios pregunta: “¿Dónde estás?” (Génesis 3:9).
Estas palabras son, al mismo tiempo, una invitación y una denuncia. Una invitación al arrepentimiento y a la reconciliación, pero también una denuncia de lo que se rompió: la relación de confianza con el Creador. Cuando Dios pregunta, ya sabe dónde están, pero la pregunta es, en realidad, una invitación al autoconocimiento y al arrepentimiento. “¿Dónde estás?” – no es sólo una cuestión geográfica, sino espiritual. Dios, con su inmensa misericordia, quiere que enfrentemos nuestra realidad, que miremos dentro de nosotros y veamos dónde fallamos y dónde necesitamos su gracia.
Esta pregunta “¿Dónde estás?” resuena hasta el día de hoy. Muchas veces en nuestra vida somos como Adán y Eva: escondidos, asustados, culpables o simplemente perdidos. Y Dios, con su mirada de amor, nos pregunta a cada uno de nosotros: “¿Dónde estás?” No para condenarnos, sino para llamarnos a volver a Él.
Adán y Eva, cuando son interrogados, no se justifican ni niegan su error. Eva, al ser interrogada, dice que fue la serpiente la que la engañó, y Adán, a su vez, señala a Eva, diciendo que fue ella quien le dio el fruto. Pero, al final, la humanidad ya había roto la alianza con Dios, y las consecuencias de esta desobediencia son duras: sufrimiento, trabajo duro, muerte. Pero aun así, incluso ante nuestra caída, Dios ya anuncia la salvación. Le dice a la serpiente que de una mujer vendría aquel que le aplastaría la cabeza (Génesis 3:15). Este es el primer anuncio del Mesías, aquel que restauraría la humanidad y la relación rota con Dios.
Y aquí viene una de las mayores bellezas de nuestra fe: incluso en el momento de nuestro fracaso, Dios ya nos señala la solución. Sabía que necesitaría enviar a su Hijo para salvarnos, para darnos la oportunidad de reconciliarnos con Él. La cruz, que se levanta en el futuro, se anuncia ya en este momento de caída, como signo de esperanza que llega. después del dolor y del sufrimiento.
Ahora volvamos nuestra mirada al evangelio de Marcos, donde encontramos a Jesús alimentando a una gran multitud. El contexto es de gran hambre física y espiritual. Jesús, movido por la compasión, no sólo quiere sanar almas, sino también satisfacer las necesidades humanas más básicas. Sabe que la gente que lo sigue está cansada y hambrienta, tanto de alimento como de esperanza.
Jesús, mirando a aquella multitud, pregunta a sus discípulos: “¿Cuántos panes tenéis?” (Mc 8,5). Es una pregunta sencilla, pero nos invita a reflexionar sobre lo que tenemos para ofrecerle a Dios. Aunque lo que tenemos sea poco, Jesús puede multiplicarlo y hacerlo suficiente para alimentar a todos. Toma los panes y los peces, da gracias y los reparte, y milagrosamente todos quedan satisfechos, sobrando aún más de lo necesario.
Aquí podemos aprender una poderosa lección: Dios nunca nos pide lo que no tenemos. Nos pide que demos lo que tenemos, aunque parezca poco. Y Él, en su generosidad, multiplica lo que ofrecemos, haciéndolo abundante para todos. ¿Qué tenemos para ofrecerle a Dios? A veces tenemos la impresión de que somos incapaces de hacer grandes cosas, de cambiar el mundo, de solucionar los grandes problemas de la vida. Pero, como nos enseña Jesús, la grandeza no está en la cantidad, sino en la disposición a ofrecer lo que tenemos, aunque sea poco. Él lo aceptará y lo hará lo suficiente.
Vemos, entonces, que tanto en la lectura del Génesis como en el evangelio de Marcos, el tema de la divina providencia está presente. En Génesis, Dios no abandona a la humanidad después de la caída. Incluso ante la desobediencia, Él promete un camino de salvación. En Marcos, Jesús no abandona a las multitudes hambrientas, sino que las alimenta, satisfaciendo sus necesidades físicas y espirituales.
Dios nunca abandona a su pueblo. Incluso cuando nos alejamos de Él, Él siempre nos llama a regresar. Incluso cuando nos sentimos incapaces de marcar la diferencia, Él nos enseña que, con Él, un poco puede convertirse en mucho. Él es quien ve nuestra debilidad, pero nunca se rinde con nosotros. Él es el pan de vida y es Él quien puede satisfacernos por completo.
Ahora, pido que todos pensemos por un momento: ¿qué tenemos para ofrecerle a Dios? ¿Nuestras fortalezas, nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestra fe? Lo poco que tenemos le basta a Él si lo ofrecemos con confianza. Así como Jesús multiplicó los panes y los peces, Él puede multiplicar nuestros pequeños gestos de amor y compasión, haciéndolos desbordar en bendiciones para los demás.
A veces es fácil sentirnos pequeños e insignificantes, especialmente cuando miramos los grandes problemas del mundo. Pero Dios nunca ve nuestra pequeñez como una limitación. Al contrario, Él usa nuestra debilidad para mostrar Su fuerza. Lo que importa es nuestra voluntad de colaborar con Él, de dar lo que tenemos, por poco que sea, y confiar en que Él hará el resto.
Al final de todo, lo que vemos en estas lecturas es un Dios de misericordia, un Dios que nunca se cansa de llamarnos a regresar a Él, que nunca se cansa de alimentarnos, tanto física como espiritualmente. Y Él nos invita a hacer lo mismo: a no renunciar a los demás, a compartir lo que tenemos, a ser canales de Su gracia y compasión.
Por eso, queridos míos, abramos hoy nuestro corazón a esta invitación de Dios. Preguntémonos: “¿Dónde estoy?”, como Dios le preguntó a Adán y a Eva, y presentémonos ante Él con lo poco que tenemos, confiados en que Él multiplicará ese poco y nos hará instrumentos de su providencia. Si Él alimenta a las multitudes con panes y peces, también puede alimentar nuestras vidas con Su gracia, Su paz y Su alegría. Confiemos en Él, ofrézcamosle lo que tenemos y dejemos que Él obre milagros en nuestras vidas. Amén.