Evangelio de hoy – Sábado, 25 de mayo de 2024 – Marcos 10,13-16 – Biblia Católica

Primera Lectura (Santiago 5:13-20)

Lectura de la Carta de Santiago.

Queridos amigos, si alguno de vosotros está sufriendo, recurra a la oración. Si alguien está feliz, cante himnos. Si alguno de vosotros está enfermo, mandad llamar a los élderes de la Iglesia, para que oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo resucitará. Y si has cometido pecados, recibirás perdón. Por lo tanto, confiésense unos a otros sus pecados y oren unos por otros para alcanzar la salud.

La oración ferviente de los justos tiene gran poder. Entonces Elías, que era hombre como nosotros, oró insistentemente para que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Luego oró de nuevo, y el cielo dio lluvia y la tierra volvió a producir su fruto.

Hermanos míos, si alguno entre vosotros se desvía de la verdad y otro lo hace volver, sepa que el que hace volver a un pecador descarriado salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Marcos 10,13-16)

— PROCLAMACIÓN del Evangelio de Jesucristo según San Marcos.

— Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo trajeron niños para que Jesús los tocara. Pero los discípulos los reprendieron. Cuando Jesús vio esto, se enojó y dijo: “Dejad que los niños vengan a mí. No se lo impidáis, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. De cierto os digo, que el que no recibe el Reino de Dios como un niño no entrará en ella.” Abrazó a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, con gran alegría y humildad nos reunimos hoy para reflexionar sobre la Palabra de Dios. Las lecturas que acabamos de escuchar nos invitan a una vida de oración, de fe, de cuidado mutuo y de acogida de los niños, que son modelos de pureza y humildad.

Empecemos por la Primera Lectura, extraída de la Carta de Santiago. “¿Está alguno entre vosotros angustiado? Orad. ¿Está alguno contento? Cantad himnos”. Santiago nos recuerda la importancia de la oración en todas las circunstancias de nuestra vida. Cuando estamos angustiados, debemos acudir a Dios, buscando consuelo y fortaleza en Su presencia. Y cuando estamos felices, debemos expresar nuestra gratitud mediante elogios.

Santiago también nos enseña sobre la eficacia de la oración comunitaria: “Si alguno está enfermo, llame a los ancianos de la Iglesia, y orarán por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor”. Aquí vemos la importancia del sacramento de la Unción de los Enfermos, un momento de gracia en el que la comunidad se reúne para pedir la curación y el fortalecimiento de sus miembros enfermos. Es un recordatorio de que no estamos solos en nuestras dificultades; la Iglesia, como cuerpo de Cristo, está siempre dispuesta a sostenernos.

Además, Santiago nos anima a confesar nuestros pecados unos a otros y a orar unos por otros para que sean sanados. Esto resalta la importancia de la confesión y el perdón en la vida cristiana. La oración ferviente de los justos tiene gran poder y puede hacer maravillas. El ejemplo de Elías, que oró fervientemente para que no lloviera y luego llovera, nos muestra que Dios responde las oraciones de quienes lo buscan con un corazón sincero.

Luego pasamos al Evangelio de Marcos, donde vemos a Jesús dando la bienvenida a los niños. “Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos”. Este pasaje nos revela el corazón amoroso de Jesús y su profunda compasión. Los niños, con su pureza, inocencia y dependencia, son ejemplos de cómo debemos acercarnos a Dios. Jesús nos llama a tener un corazón similar al de los niños: confiado, humilde y abierto al amor divino.

Cuando los discípulos intentaron llevarse a los niños, Jesús se indignó e insistió en que se los trajeran. Esta actitud nos enseña a valorar y proteger a los pequeños y vulnerables de nuestra sociedad. Debemos crear un ambiente donde los niños sean bienvenidos, amados e instruidos en los caminos del Señor. Son un don precioso y una responsabilidad sagrada.

Dar la bienvenida a los niños también nos desafía a reflexionar sobre cómo tratamos a los “pequeños” de nuestras vidas: aquellos que pueden ser considerados insignificantes o impotentes a los ojos del mundo. Jesús nos muestra que todos somos valiosos a los ojos de Dios y que debemos tratar a cada persona con dignidad y respeto.

Al reflexionar sobre estas lecturas, somos llamados a una vida de profunda oración y cuidado de los demás. La oración es la base de nuestra relación con Dios. Nos sostiene en momentos de necesidad y nos permite expresar nuestra gratitud en momentos de alegría. Debemos cultivar una vida de oración personal y comunitaria, reconociendo que Dios está siempre presente y atento a nuestras necesidades.

Además, estamos llamados a cuidar unos de otros, especialmente a los enfermos y afligidos. La práctica de ungir a los enfermos y la oración comunitaria son formas en que la Iglesia demuestra su amor y cuidado por sus miembros. Al confesar nuestros pecados y orar unos por otros, promovemos la sanación y la reconciliación, fortaleciendo la unidad del cuerpo de Cristo.

El Evangelio nos desafía a adoptar una actitud de humildad y aceptación. Debemos valorar y proteger a los niños, reconociendo la presencia de Dios en ellos. Y, como nos mostró Jesús, debemos estar atentos a los más vulnerables de nuestra sociedad, acogiéndolos con amor y compasión.

Para ilustrar este mensaje, me gustaría compartir una historia.

Había un pequeño pueblo donde vivía un hombre muy rico. Tenía todo lo que podía desear: una casa grande, muchas posesiones y el respeto de los demás. Sin embargo, sintió un vacío en su corazón. Un día encontró a un grupo de niños jugando alegremente. No tenían muchos juguetes, pero su alegría y sencillez tocaron profundamente el corazón del hombre.

Conmovido por esta experiencia, comenzó a pasar más tiempo con los niños, escuchando sus historias y jugando con ellos. Poco a poco empezó a darse cuenta de que la verdadera riqueza no estaba en sus posesiones materiales, sino en la sencillez, la pureza y la alegría que compartían los niños. Aprendió a valorar cada momento, a ser más generoso y a vivir con un corazón más abierto y amoroso.

Esta historia nos recuerda que a menudo son las cosas más simples las que traen mayor alegría y significado a nuestras vidas. Los niños, con su inocencia y alegría, nos muestran el camino hacia una relación más profunda con Dios y con los demás.

Apliquemos ahora estos principios a nuestra vida diaria. Primero, que intensifiquemos nuestra vida de oración. Si estamos angustiados, acudamos a Dios en busca de consuelo y guía. Si estamos felices, expresemos nuestra gratitud a través de himnos y alabanzas. Y que, como comunidad, sigamos uniéndonos en oración, especialmente por los enfermos y necesitados.

En segundo lugar, cuidemos unos de otros. Que estemos preparados para ofrecer nuestro apoyo, amor y oraciones a quienes están pasando por dificultades. La práctica de la confesión y el perdón debe ser una parte regular de nuestra vida cristiana, promoviendo la sanación y la unidad entre nosotros.

Finalmente, demos la bienvenida a los niños y a los vulnerables con el amor y la compasión de Cristo. Que aprendamos de la pureza y humildad de los niños, adoptando un corazón abierto y confiado. Y que estemos siempre atentos a las necesidades de los más débiles y desamparados de nuestra sociedad, tratándolos con la dignidad y el respeto que merecen.

Mis hermanos y hermanas, al salir hoy de aquí, llevemos con nosotros la esperanza y la determinación de vivir como verdaderos seguidores de Cristo. Que la gracia de Dios nos acompañe y seamos instrumentos de su paz y amor en el mundo. Recuerde, estamos llamados a ser luz y sal: brillemos y sazonemos el mundo con la bondad, la justicia y el amor de Dios.

Que el Espíritu Santo nos guíe y fortalezca en nuestro camino de fe. Que vivamos una vida de oración, cuidado mutuo y aceptación, reflejando la presencia de Cristo en todo lo que hacemos. Amén.