Evangelio de hoy – Viernes, 28 de junio de 2024 – Mateo 8:1-4 – Biblia Católica

Primera Lectura (2 Reyes 25,1-12)

Lectura del Segundo Libro de los Reyes.

En el año noveno del reinado de Sedequías, el día diez del mes décimo, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, para atacar a Jerusalén con todo su ejército. La sitiaron y construyeron torres de asalto a su alrededor. La ciudad estuvo sitiada y rodeada de fosos hasta el año undécimo del reinado de Sedequías. El noveno día del cuarto mes, cuando el hambre aumentaba en la ciudad y la población no tenía nada para comer, abrieron una brecha en la muralla de la ciudad. Entonces el rey huyó de noche, con todos los guerreros, por la puerta que estaba entre los dos muros, cerca del jardín real, aunque los caldeos rodearon la ciudad, y siguieron el camino que lleva a Arabá. Pero el ejército de los caldeos persiguió al rey y lo alcanzó en la llanura de Jericó, mientras todo su ejército se dispersó y lo abandonó. Los caldeos arrestaron al rey y lo llevaron a Reblah, ante el rey de Babilonia, quien pronunció sentencia contra él. Mató a los hijos de Sedequías en su presencia, le sacó los ojos y, atado con una cadena de bronce, lo llevó a Babilonia. El séptimo día del quinto mes, fecha correspondiente al año diecinueve del reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia, entró en Jerusalén Nabuzardán, comandante de la guardia y oficial del rey de Babilonia. Prendió fuego al templo del Señor y al palacio del rey y prendió fuego a todas las casas y edificios de Jerusalén. Todo el ejército de los caldeos, que acompañaba al comandante de la guardia, destruyó los muros que rodeaban Jerusalén. Nabuzardán, comandante de la guardia, desterró al resto de la población que había quedado en la ciudad, a los desertores que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto del pueblo. Y de los pobres del país, el comandante de la guardia dejó una parte, como viticultores y agricultores.

– Palabra del Señor.

– Gracias a Dios.

Evangelio (Mateo 8,1-4)

Proclamación del Evangelio de Jesucristo según San Mateo.

— Gloria a ti, Señor.

Cuando Jesús descendió del monte, lo seguía una gran multitud. He aquí, se acercó un leproso y se arrodilló ante él, diciendo: “Señor, si quieres, tienes poder para limpiarme”. Jesús extendió su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero que estés limpio”. Al mismo tiempo el hombre fue sanado de la lepra. Entonces Jesús le dijo: Mira, no digas nada a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y haz la ofrenda que mandó Moisés, para testimonio a ellos.

— Palabra de Salvación.

— Gloria a ti, Señor.

Reflejando la Palabra de Dios

Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, hoy reunidos en comunidad, estamos invitados a profundizar en las Sagradas Escrituras, a escuchar atentamente las palabras de Dios y a reflexionar sobre cómo se aplican a nuestras vidas. Las lecturas de hoy nos traen poderosos mensajes de destrucción, exilio y sanación. Se trata de temas que, a primera vista, pueden parecer lejanos de nuestra realidad cotidiana, pero que, reflexionando más profundamente, nos damos cuenta de que tocan aspectos esenciales de nuestra existencia.

En la primera lectura, del Libro Segundo de los Reyes, encontramos una descripción oscura y trágica: “En el año noveno de su reinado, el día diez del mes décimo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, vino con todo su ejército a atacaron Jerusalén. Rodearon la ciudad y construyeron murallas de asedio alrededor de ella.” Este fue el principio del fin para el reino de Judá. La ciudad de Jerusalén, con todo su esplendor y significado espiritual, fue rodeada, asediada y finalmente destruida. El Templo, símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo, fue incendiado y reducido a cenizas. El pueblo de Judá fue llevado al exilio en Babilonia, separado de su tierra, de sus tradiciones y, aparentemente, de su Dios.

Este relato histórico nos recuerda que incluso las naciones más poderosas y los reinos más gloriosos pueden caer. Pero también nos recuerda las consecuencias de apartarse de los caminos de Dios. Jerusalén no cayó sólo ante fuerzas externas; Cayó por la infidelidad de sus dirigentes y de su pueblo. Se habían apartado de las leyes de Dios, buscaron otros dioses y descuidaron la justicia y la misericordia.

Ahora, pensemos en nuestra propia vida. ¿Con qué frecuencia nos encontramos rodeados de problemas, sintiendo que nuestras “ciudades” personales están a punto de caer? Podría ser la pérdida de un trabajo, problemas familiares, una enfermedad o una crisis financiera. Al igual que Jerusalén, podemos sentirnos rodeados y asediados, sin ver una salida. Pero es en estos momentos de oscuridad y desesperación que estamos llamados a volver nuestro corazón a Dios, a reconocer nuestros errores y a buscar Su misericordia y ayuda.

El evangelio de hoy, del libro de Mateo, nos ofrece una imagen profundamente reconfortante y esperanzadora. “Cuando Jesús descendió del monte, mucha gente lo seguía. Entonces vino un leproso y se arrodilló delante de él y le dijo: ‘Señor, si quieres, puedes limpiarme. Quiero, quede limpio al instante.’ fue curado de su lepra.”

Aquí vemos un contraste sorprendente con la lectura del Antiguo Testamento. En lugar de destrucción y exilio, vemos sanidad y restauración. El leproso, hombre marginado, apartado de la sociedad y considerado inmundo, encuentra en Jesús no sólo la curación física, sino también la reintegración social y espiritual. El toque de Jesús no sólo cura su lepra, sino que también derriba las barreras que lo separaban de los demás y de Dios.

La lepra, en aquellos tiempos, era una enfermedad temida, que simbolizaba no sólo la aflicción física, sino también la impureza y el aislamiento. Quienes padecían esta enfermedad fueron retirados de sus comunidades, viviendo en las afueras, sin contacto con sus familiares y amigos. Eran los “exiliados” de su tiempo, separados de todo lo que amaban. Cuando Jesús toca al leproso, no sólo desafía las normas sociales y religiosas, sino que también nos muestra el inmenso amor y la compasión de Dios por aquellos que son marginados y rechazados.

Pensemos en las “lepras” de nuestras propias vidas: esas áreas de nuestra existencia donde nos sentimos impuros, indignos o alejados de Dios y de los demás. Podría ser un pecado que cargamos, una falla moral o incluso una herida emocional que nos hace sentir aislados y alejados. Jesús nos invita a acercarnos a Él, a arrodillarnos y pedir su curación. Y Él, con Su inmenso amor y compasión, está siempre dispuesto a tendernos la mano y purificarnos.

La historia del leproso sanado por Jesús también nos desafía a ser como Cristo en nuestro mundo. Estamos llamados a tender la mano a los marginados, a tocar a los “intocables” de nuestra sociedad, a mostrar compasión y amor a todos, especialmente a los más necesitados. Así como Jesús no tuvo miedo de tocar al leproso, nosotros no debemos temer acercarnos a aquellos que la sociedad considera “inmundos” o indignos.

Al reflexionar sobre estas lecturas, somos llamados a un profundo examen de conciencia. ¿Dónde hemos sido infieles a los caminos de Dios en nuestras vidas? ¿Cuáles son las áreas de nuestra existencia que necesitan la sanación y el toque de Jesús? ¿Cómo podemos ser instrumentos de sanación y restauración para quienes nos rodean?

El exilio de Jerusalén y la curación del leproso son dos caras de la misma moneda. Uno nos muestra las consecuencias de la infidelidad y la separación de Dios, el otro nos muestra la inmensa misericordia y el poder restaurador de Dios. En nuestras vidas, estamos constantemente entre estos dos polos: caer y levantarnos, pecar y buscar la redención.

Al acercarnos hoy a la Eucaristía, recordemos que hemos recibido el Cuerpo de Cristo, el mismo Jesús que tocó y sanó al leproso. Que abramos nuestros corazones a Su gracia sanadora, permitiéndole limpiarnos y restaurarnos. Y al partir de aquí, que podamos llevar esa misma gracia y compasión al mundo, tocando y sanando las “lepras” que encontremos en nuestro viaje.

Que Dios nos bendiga y nos guíe siempre por los caminos de su justicia, misericordia y amor. Amén.